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Guadalajara
6 de febrero de 2025
OPINIÓN

Constantino Kavafis revisitado

ELENA NUNCA ESTUVO EN TROYA

Por Daniel Rodríguez Barrón

Yo no sé si a usted le pasa, pero algunas noches, leer es ardua aventura. Pongo como ejemplo de mis dificultades, acaso incluso cognitivas, lo que ocurrió hace unas noches. Bajé un libro de Guido Ceronetti y comencé a leer uno de sus ensayos, cuando de pronto cita al poeta griego Yorgos Seferis. Y me digo, ¿qué tengo de Seferis? Voy a los libreros, busco y me encuentro con Chipre traducido por Selma Ancira y Francisco Segovia. Leí hasta donde se encuentra el famoso poema Helena que, como se sabe, trata del fantasma de Helena, porque la mujer real nunca estuvo en Troya y todo fue un engaño; sin embargo, los guerreros lamentan que por ese engaño murieran miles, arriesgaron su vida por una sombra, una nube. Y ese hecho se convierte en una metáfora de todas nuestras ilusiones y esperanzas.

Constantino Kavafis (Alejandría, Egipto 1863-1933) ya no me soltó. Durante un par de noches leí ese famoso puñado de poemas que llamamos obras completas, cuyo orden determinó el propio autor antes de morir.

Eso del simulacro de Helena, me digo, lo leí en Roberto Calasso, y Calasso me lleva a Eurípides y a Platón y, ahí me tiene usted en mitad de la noche, leyendo fragmentos donde se explica qué pasó con Helena y cómo es que nunca estuvo en Troya.

Eso del simulacro de Helena, me digo, lo leí en Roberto Calasso, y Calasso me lleva a Eurípides y a Platón y, ahí me tiene usted en mitad de la noche, leyendo fragmentos donde se explica qué pasó con Helena y cómo es que nunca estuvo en Troya. Luego, quise regresar a Seferis, (Ceronetti ya estaba muy lejos; habría tenido que remontar mucho para volver al tema que ese buen hombre me proponía, y yo ya estaba en otra parte), y encontré una nota de los traductores que alude a Kavafis. Y no pude resistirme.

Constantino Kavafis (Alejandría, Egipto 1863-1933) ya no me soltó. Durante un par de noches leí ese famoso puñado de poemas que llamamos obras completas, cuyo orden determinó el propio autor antes de morir. Volvió a conmoverme su idea del fracaso y de la derrota honorable: los reinos perdidos, las satrapías ganadas a golpe de adulaciones; las idas y venidas entre las religiones pagana y cristiana, tratando de ganar el favor de dioses que tarde o temprano nos abandonan como a Antonio, el general romano; los emperadores que han cometido todos los pecados y al final de su vida se ponen un sayal y se sienten perdonados; las cabezas cortadas, los asesinatos por razones de Estado, todo lo que en conjunto, no suma sino el fracaso humano, sus deseos inútiles, sus triunfos momentáneos que los siglos entierran.

Entonces, el poeta se aferra en sus poemas a un cuerpo, no tanto por lujuria o no solo por eso, sino porque en pleno naufragio uno no puede echarse a la bolsa templos y satrapías, tan solo cabe, en bolsillos que se desfondan, el recuerdo de un cuerpo que acaso no pertenezca a nadie, y como el simulacro de Helena solo sea eso, una imagen venerable y bella que nos hace creer que existe, nos enamora y nos obliga a luchar para distraernos del fracaso real, monumental que se abre justo detrás de ese cuerpo.

Al final, sugiere Kavafis, solo queda la discreción, amagarse entre sombras y sentarse en un rincón a leer.

 

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