CUENTOS DE ANTON CHÉJOV
Por Daniel Rodríguez Barrón
Hace unas noches leí Tres hermanas de Anton Chéjov (Rusia 1860 – Alemania 1904). Chéjov es el más sutil de los escritores. No puedo pensar en ningún otro que sea tan sobrio, tan compasivo con sus personajes. Los trata como nos gustaría que nos trataran en la vida real, con extrema consideración, porque sabe que, en el fondo todos estamos perdidos, y nadie está seguro de nada.
Sus personajes hablan del clima, del té, y en medio de esa conversación, pequeña, cotidiana, dejan ver el abismo de incomprensión, de soledad, de bajeza a la que nos condena el roce con el mundo social. La pieza trata de la lucha, perdida de antemano, entre los seres de acción, hechos para sobrevivir a toda costa, y los soñadores, los sutiles que sencillamente no son aptos para este mundo y por ello, sencillamente son aniquilados, invisibilizados, arrinconados como las hermanas en una sola habitación, cuando al principio habían sido las dueñas y señoras de la casa.
Chéjov logra con ciertas frases dar la sensación no solo del paso del tiempo, sino de los cambios en el orden estamental entre los personajes. En el primer acto, las hermanas le reprochan a Natasha, la nuera, que vista un cinturón color verde, les parece ridículo y de mal gusto. En el cuarto acto, es Natasha quien le indica a una de las hermanas su supuesta falta de coordinación en el vestir. Ese gesto demuestra en qué lugar se encuentran los personajes con respecto al poder familiar.
Esto no quiere decir que a veces las hermanas no sean insensibles, lo son, saben que han sido descorteses o groseras y se arrepienten porque entienden que se puede destruir a alguien con una mala palabra. Natasha, en cambio, también sabe que puede destruir a los otros, pero no se detiene a pensarlo ni a evitarlo, y ejerce su poder con total impunidad. Un poder doméstico, si se quiere, pero no menos efectivo. Lo que Shakespeare logra en el escenario político —Macbeth, Ricardo III—, Chéjov lo muestra en la vida cotidiana, íntima, de puertas adentro.
Los hermanos —las tres chicas Olga, Masha, Irina y Andréi—, están completamente perdidos en un mundo cuyas reglas desconocen, cuya trama no les importa porque viven en sus sueños, y acto tras acto, se aferran a aquello que imaginan que les dará un trozo de felicidad: el amor, el trabajo, el estudio; y acto tras acto esas ilusiones, como la de volver a Moscú, se van desvaneciendo. En lugar de amor, hay que aceptar el matrimonio tal cual es, en lugar del trabajo creativo y liberador, está el tedio y la mala paga, y en lugar de la academia está el juego donde el hermano apuesta hasta la casa.
Y, sin embargo, mantienen una última esperanza: la de llegar a entender. Un día, dicen, “todos sabrán para qué ha ocurrido todo esto, para qué ha servido tanto sufrimiento (…) La música suena con tanto brío y alegría como si faltase poco para descubrir para qué vivimos, para qué sufrimos… ¡Si se pudiese saber! ¡Si se pudiese saber!”