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17 de abril de 2025
POLÍTICA

El fin del Chavismo y la crisis Iberoamericana

NICOLÁS MADURO ENFRENTA LAS PRESIONES DEL MUNDO

Hoy, casi todas las naciones iberoamericanas sufren conflictos de representatividad.

 

Por Ángel Palacios

(MSIa). A más de un mes de las elecciones venezolanas del 28 de julio, no hay duda de que el presidente Nicolás Maduro fue derrotado en su tentativa de perpetuarse en el poder. Negarse a dar fe de su victoria mediante la presentación de las actas electorales y con la proclamación de vencedor en un pleito de por si turbulento lo convierten en un déspota sustentado en el eje de un fuerte aparato militar y policial.

Recordemos que la Fuerza Armada Nacional Bolivariana (FANB), nombre oficial de las fuerzas armadas venezolanas, -a la que además sirve una milicia bien equipada y entrenada-, tiene 2.000 oficiales generales que ocupan puestos clave en la pirámide de poder, inclusive en las actividades económicas. Este número desproporcionado es el resultado de una multiplicación por diez de los cuadros existentes en 2013, cuando Maduro ascendió a la presidencia tras la muerte del carismático Hugo Chávez.

Para mantener la popularidad paulatinamente perdida, el régimen ha echado mano de la figura de un «gladiador contra el imperialismo norteamericano», auxiliado por una chusca propaganda, que lo convierte en heraldo iberoamericano de la multipolaridad.

Un «antiimperialismo» muy peculiar, que si bien expulsó a los diplomáticos de siete países iberoamericanos que impugnaron los resultados electorales, no hizo lo mismo con los de Estados Unidos, país que sigue siendo el tercer mayor comprador del petróleo venezolano.

También está fuera de lugar -y es potencialmente trágica- la treta de ocultar las impugnaciones electorales en el marco de una confrontación geopolítica análoga a una nueva Guerra Fría, con la esperanza de que China y Rusia, en razón de la pertenencia al grupo BRICS, estén dispuestas a apuntalar un régimen que se deteriora carente de soberanía popular.

Así, sin ignorar la innegable popularidad de la oposición encabezada por María Corina Machado, evidenciada en las grandes manifestaciones del 17 de agosto realizadas en más de 300 ciudades de Venezuela y de varios países que albergan a la diáspora venezolana, lo que sigue a las elecciones de julio es el certificado de defunción del chavismo.

Las protestas contra el fraude electoral no cesa en Venezuela.

En sentido estricto, las clases populares que defendían el llamado «socialismo del siglo XXI», entonces movilizadas ante las injusticias cometidas por la oligarquía venezolana y captadas por el atractivo político de Chávez, ahora se rebelan en contra de un títere de opereta balanceándose junto a lo que ha devenido una casta cívico-militar con fecha de expiración.

Mientras, el régimen todo lo justifica al proclamarse defensor de los intereses estratégicos del país y de sus enormes recursos naturales, sin importarle que casi una cuarta parte de la población lo haya dolorosamente abandonado por la galopante precariedad económica.

Por otro lado, en el contexto de los dramáticos acontecimientos venezolanos, aparece la cruenta cara de escollos no menos grave en el escenario regional, que revela la falta de credibilidad en el orden de la seguridad y de la convivencia hemisférica, destruida desde la Guerra de las Malvinas de 1982, por el apoyo de Estados Unidos al Reino Unido. En este momento clave aflora la impotencia de los países vecinos para mediar en conjunto una salida viable al peligroso impasse político venezolano.

En el sopor, cegados por putrefactas ideologías, algunos hasta se entusiasman frente a la alternativa de una intervención militar contra el régimen de Maduro; o sea, una réplica posmoderna de la «diplomacia de las cañoneras» de principios del siglo XX, mediante la cual las potencias europeas impusieron un bloqueo naval para cobrar las deudas del país. A ello, el entonces canciller argentino Luis María Drago respondió con la doctrina que lleva su nombre, haciendo hincapié en que ninguna potencia extranjera debe utilizar la fuerza para tal fin.

Cabe recordar que Chávez irrumpe con su liderazgo debido al desgaste de un sistema partidario empantanado en la corrupción y en el servilismo a un sistema financiero usurero que surgió de las entrañas de la «revolución Volcker» en la década de 1980, situación que no fue ni es exclusiva de Venezuela. Chávez cobró relevancia en América del Sur cuando enfrentó abiertamente el surgimiento del «Nuevo Orden Mundial» y su proyecto de destrucción de las naciones y de las fuerzas armadas del subcontinente iberoamericano, habiéndose opuesto también al Tratado de Libre Comercio de las Américas (ALCA).

En síntesis, un acuerdo oneroso que pretendía extender el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) a todo el continente, y que prácticamente subyugó la soberanía económica de México y Canadá a los intereses bancarios y financieros de Estados Unidos. Su célebre grito en Mar del Plata en 2005 -«¡ALCA, alca-rajo!»- le dio credenciales en la confrontación con el «Consenso de Washington» y el «Nuevo Orden Mundial» inaugurado con la Guerra del Golfo de 1990-91.

En ese momento, los Estados Unidos de George Bush padre lanzaron la Iniciativa para las Américas, basada en el supuesto de que la caída del Muro de Berlín y la disolución de la Unión Soviética otorgaban a los Estados Unidos un papel hegemónico en el mundo y, en particular, apoyaban la pretensión de controlar los vastos recursos naturales de Iberoamérica.

Tal tentativa se retoma en la actualidad en el grito de guerra contra la creciente presencia económica de China en la región, lanzado a todo pulmón por la jefa del Comando Sur de EE.UU., la general Laura Richardson. Sin embargo, ese impulso legítimo de soberanía continental se perdió, ya no digamos en Venezuela, sino en todo el subcontinente, llevando al fracaso las iniciativas de integración físico-económica real capaz de catalizar un esfuerzo sostenido de desarrollo socioeconómico a largo plazo.

La legitima integración quedó en la retórica, y los sucesivos gobiernos mantuvieron y mantienen normas económicas dictadas por los centros financieros internacionales y sus fuerzas armadas fueron reducidas a la virtual irrelevancia.

Hoy, casi todas las naciones iberoamericanas sufren conflictos de representatividad. Gobiernos subordinados, en mayor o menor medida, al becerro de oro de las finanzas globalizadas, huelga decir, un poder en trance terminal.

Sin relativizar el drama extremo de los venezolanos que huyen de su país, hay que tomar en cuenta el hecho de que 40 millones de mexicanos viven en Estados Unidos, a los que se suman los millones de centroamericanos y sudamericanos que emigran a Norteamérica y Europa, huyendo de las condiciones de necesidad de sus propias naciones.

La diferencia con los venezolanos autoexiliados es que no son acosados políticamente por sus propios gobiernos. Por lo tanto, es fundamental entender que el dilema de Venezuela no es una falsa elección entre un régimen que se ha vuelto tiránico y los representantes locales de los poderes internacionales que tratan al país -y al subcontinente- al gusto de un mero proveedor de materias primas estratégicas para su usufructo libre.

No. Lo que está en juego, el desafío, no solo en Caracas, es el potencial surgimiento de liderazgos capaces de recuperar la soberanía económica y financiera y construir un orden social y económico solidario que revierta el deterioro en curso en las naciones de Iberoamérica. Por esta razón, la solución de la crisis venezolana es de interés para todas las naciones iberoamericanas, y es un aviso urgente que llama al cambio de época en el hemisferio.

 

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