EL ARTE EN CAMPAÑAS POLÍTICAS
El arte ha sido históricamente una herramienta del poder.
Por Alejandro Rodríguez
En tiempos de polarización y aceleración mediática, el arte ha dejado de ser simplemente una forma de expresión estética para convertirse en una herramienta estratégica en el terreno político. Desde murales que exaltan la identidad nacional hasta videoclips virales cargados de mensajes ideológicos, la relación entre arte y política no solo es inevitable, sino cada vez más central. Pero esta alianza ¿es una forma legítima de comunicación? o una sofisticada forma de uso intencionado de símbolos, imágenes, relatos o expresiones culturales con el objetivo de influir en las emociones, percepciones o comportamientos de las personas, muchas veces de forma sutil y no racional.
Este tipo de manipulación no se basa en argumentos lógicos, sino en apelar a creencias profundas, identidades, miedos o aspiraciones colectivas. Se emplea frecuentemente en la política, la publicidad y la religión, donde el impacto emocional de un símbolo (como una bandera, una canción patriótica o una imagen religiosa) puede movilizar a las masas, legitimar una causa o desactivar la capacidad de analizar, evaluar y cuestionar la información, las ideas y las creencias de manera reflexiva, lógica y fundamentada.
En contextos políticos, la expresión de ideas, valores, emociones o identidades a través de símbolos —como imágenes, gestos, colores, palabras o acciones— que comunican un significado más allá de lo literal o evidente, ocurre cuando se instrumentaliza el arte o la cultura no para fomentar el pensamiento crítico, sino para consolidar poder, fabricar consensos o dividir a la sociedad bajo una narrativa aparentemente incuestionable.
Vista de un edificio multifamiliar donde se observa un mural del presidente Nayib Bukele, en San Salvador.
El arte ha sido históricamente una herramienta del poder.
Las monarquías europeas del Barroco financiaban óperas y pinturas para reforzar su imagen divina; los regímenes totalitarios del siglo XX utilizaron el realismo socialista o el futurismo como propaganda de Estado.
Hoy, aunque en democracias formales, las campañas políticas recurren al arte visual con una intención similar: crear íconos, conmover, provocar, persuadir.
Un ejemplo reciente es el mural del presidente chileno Gabriel Boric en Valparaíso, representado como un libertador moderno, rodeado de símbolos populares e históricos. Para unos, es un homenaje legítimo a su mandato; para otros, un culto a la personalidad con tintes preocupantes.

En China, el presidente Xi Jinping ha promovido una política cultural que busca alinear la producción artística con los valores del Partido Comunista. Exposiciones, películas y obras teatrales son financiadas o premiadas si exaltan la figura del líder, la unidad nacional y el “sueño chino”.
Mientras que se limita el arte considerado decadente, subversivo o extranjerizante. En este contexto, el arte se convierte en una herramienta central de cohesión ideológica y control simbólico.
Aquí surge un dilema ético: ¿es el artista un colaborador libre o un instrumento del discurso oficial? En muchos casos, la línea es difusa. Algunos artistas encuentran en la política una plataforma para amplificar su mensaje, mientras que otros denuncian la cooptación de su obra, especialmente cuando hay financiamiento público o patrocinio partidista de por medio.
La censura también juega un rol clave. En varios países latinoamericanos, exposiciones han sido canceladas por contener obras críticas al gobierno. El arte, entonces, es tolerado solo si es funcional al relato dominante.

En 2008, Barack Obama elevó el concepto hasta equipararse a las grandes campañas publicitarias de las grandes empresas.
Barack Husein Obama, llevó a cabo la mejor campaña de publicidad política de la historia, hasta el punto de convertirse en la marca más valorada del año 2008-09. Nadie hasta ahora, había concertado tal apoyo.
Ni el arte ni la política son neutrales. Cuando se entrelazan, pueden dar lugar a expresiones poderosas de transformación social… o a sofisticadas formas de manipulación. Los políticos deben ser conscientes del poder que están movilizando. Y los artistas, del riesgo de prestarse a una estética vacía de contenido, por más atractiva que sea.
El desafío está en crear un espacio donde el arte conserve su capacidad crítica, su libertad, su incomodidad —incluso dentro de la esfera política. Porque cuando el arte se vuelve solamente decoración es la democracia la que se empobrece.