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31 de octubre de 2024
ESTILO DE VIDA

Diálogo imaginario entre Orozco, Rivera y Siqueiros

LOS MURALISTAS POSTREVOLUCIONARIOS

Los tres, ungieron la heroicidad de un pueblo, lo declararon victorioso sobre el despotismo, en el centro mismo de los muros.

 

Por Aldo Fulcanelli

¿De qué hablarían los tres grandes representantes del muralismo mexicano en sus conversaciones? Indudablemente, no sería una charla convencional, tal vez incluso, ni siquiera una charla, si probablemente una continuada sucesión de guiños, frases entrecortadas, lapidarias sentencias pronunciadas a la manera de axiomas, alguna sonrisa condescendiente bajo las cuatro paredes que irónicamente, no contuvieron mural alguno, en un entorno ofensivamente blanco.

Tal vez conversaron sobre ese mismo blanco aterrador que antecede a un boceto, el blanco del papel o del muro virgen, al que hay que forzar hasta alcanzar la creación artística, pero también, el blanco de los hospitales, el de la morgues o las iglesias en cuyos muros sería imposible (por el momento) ver a un Lenin pintado por la mano de Rivera. El blanco asfixiante que se desploma en bloques, tabla roca o yeso, el blanco de las sábanas impolutas, por donde se prohíbe deslizarse, de momento, hasta que alguna voz acreditada lo autorice.

Diego Rivera habla de su visión de una Nueva York en ciernes, donde la esclavitud se oculta más abajo de las bóvedas bancarias, allí, donde los especuladores yacen durante horas bajo las oscuras gabardinas, aguardando que la gran babel alumbre al mundo desde los oscuros mares de Manhattan.

También, el blanco del papel sin renglones, que luego se infestaría de magnánimas recetas, instrucciones de tres médicos, tres chamanes que poblaron el papel de hilos conductores, centímetros, notas marginales donde la poesía se va profiriendo involuntariamente, para decirnos como infestar el aire de torsos y pectorales que compiten con la belleza del maíz, los pómulos se desbordan junto a los fusiles, y el mural se convierte en la receta perfecta; para vencer (solo mientras dura la visión) a la insoportable levedad del blanco.

A lo mejor, la conversación habrá fluido amenazadoramente hacia la Revolución Mexicana, en cuyo caso (por obvias razones), no hubo entonces la necesidad de que ninguno de los tres dijera nada, sería pues una conversación sensorial donde una voz en off, probablemente, interrumpió el compás de espera siempre incómodo, para apagar la luz de la estancia (siempre blanca para no variar) sustituyendo los diálogos inútiles por proyecciones de las obras, donde la plástica adquirió la estatura de un manifiesto que se fortalece a cada mirada.

El totalitarismo se alza frente a los gorros frigios, la burguesía, yace caricaturizada junto a las imágenes de los capataces que blanden sus látigos contra la magra piel de los campesinos, y los rostros de Juárez, Madero, Flores Magón, Lincoln, José Martí, claman justicia silenciosamente en un gesto monolítico, grandilocuente la mirada de los obreros a los que les fue amputado el individualismo, extirpado junto a manchones rojos y los murales consignan el poder de la masa.

Los movimientos sociales donde se habla de la dignidad, el reparto de la tierra, la no reelección o el sufragio efectivo, mientras las serpientes emplumadas se retuercen en una tierra donde las llagas tintas de los sembradores alumbran la germinación del maíz, y la expropiación petrolera se asoma junto a las bombas de la barbarie en pleno siglo XX.

Diego Rivera habla de su visión de una Nueva York en ciernes, donde la esclavitud se oculta más abajo de las bóvedas bancarias, allí, donde los especuladores yacen durante horas bajo las oscuras gabardinas, aguardando que la gran babel alumbre al mundo desde los oscuros mares de Manhattan.

También, del duro cierzo invernal en el Pariís de Modigliani, las sopas cálidas o los “cuchitriles” compartidos, allá, donde la tuberculosis, el ajenjo, o la sífilis contribuyeron a ampliar la leyenda de los grandes movimientos artísticos del siglo que se fue.

La genialidad de José Clemente Orozco queda para la posteridad en su obra perenne.

Siqueiros aprieta las mandíbulas, da un golpe seco en la mesa, solo para intervenir con un impasse salpicado de motivos referentes a la teoría y praxis del comunismo, lanzando la mirada de matón a un Orozco que le observa incrédulo, tras los espejuelos de fondo de botella, ambos disertan muy brevemente sobre el boceto de un perro rabioso.

Rivera, interrumpe con una sonora carcajada a la manera de un lapsus, cuando contempla la genialidad con que el manco jalisciense; caricaturizó a la tiranía, en un circo infernal saturado de espantos y rostros de aberrantes muecas, que emanan de una poderosa estética grotesca. Rivera, lleva la mirada dormilona hasta el final de algún oscuro recoveco, descansa los brazos sobre la panza providencial, al tiempo que su profunda voz habla por minutos acerca del arte como el alimento del espíritu, tan importante (según sus palabras) para el progreso de los pueblos.

Con una sardónica mirada, Siqueiros toma el sombrero para ponérselo de lado en un gesto pendenciero, que nos lo recuerda al interior de la cárcel de Lecumberri, siempre revoltoso, jamás condescendiente, mascullante como una patada en los bajos, al tiempo que muy cerca del oído, pregunta a Diego ¿Qué tal hacen el amor las italianas?, ¿Cómo? ¿No lo sabes?, replica Diego, mientras ambos se conceden una provocadora mirada de complicidad, y solo por minutos, Orozco pareciera haber desaparecido de la sala mimetizándose entre los objetos, brota su voz tímidamente como un haiku desde la profundidad de su ser de duende.

Pocas palabras para tan grandes imágenes; los hidalgos amenazantes que alzan antorchas en espera de justicia, también, los hombres que se incendian simbólicamente desde la profundidad de los recintos donde a través del tiempo rebotan las voces de los niños, las ánimas en pena son liberadas a la medianoche para recorrer los estrechos corredores de los viejos conventos, y en los rincones, junto a los manchones de la patina del tiempo emergen los aguafuertes de José Clemente, el inclemente alquimista, que asistido por su genialidad y el pincel, ya fusil para atacar al letargo de una sociedad adormecida por el ocio, ya bisturí que incide en la piel de una endémica tiranía para desnudarla, aísla a esta misma, en medio de las tintas y el aroma al óleo a la manera de un ángel vengador del apocalipsis; Clemente el inclemente, taxidermista sensorial de justos e impíos.

Desde otro rincón, Rivera y Siqueiros, le han dado el tiro de gracia al blanco aterrador, concluyendo que el blanco no es un color sino el síntoma de la locura de los abúlicos, una locura no lúcida como la suya, si una locura aberrante, no en balde el blanco adorna los manicomios o los sanatorios, también los oscuros orfanatos donde la crueldad se olvidó de la infancia. Han acordado los tres, que antes muertos que permitir que el blanco triunfe sobre los claroscuros, los caprichos, los borbotones de un óleo jamás efímero que hizo justicia al pueblo de México, enalteció las espaldas castigadas que se retuercen bajo el fulgor insoportable de las tiendas de raya, también los cuerpos de los colgados del porfiriato, que penden todavía de los tristes árboles en las cañadas, allá donde las voces de los espectros acuden entre los ojos de agua para recordarnos la injusticia, el abuso, la barbarie de los poderosos, la ensortijada heroicidad de una nación de manos secas y ojos ávidos; de una dignidad que retorna en la obra de tres magos.

Las luces del foro incierto se apagaron, pero los murmullos continúan, mientras las sombras crecen a la manera del expresionismo, se encendieron las fogatas al ritmo de “La Adelita”, y el sonido de las armónicas se confunde con el aullido de los trenes, caen los tres sombreros bajo la agónica luz del ocaso. Desde la profundidad de esa misma noche incierta se alzan tres voces, una pregunta sobre el aroma de la piel de Frida, ¿a qué sabia la boca de Tina Modotti?, ¿era tan fuerte Lupe Marín? ¿Sería bruja Dolores Olmedo?, las tres voces ríen al unísono, también en una sola, se funden todas sus imágenes; las de los rascacielos que combaten desde su raíz a la tierra sagrada, el gesto terrible de los perros prehispánicos que le cantan a la luna, el sonido de las bombas atómicas que enmarcan a la humanidad en agonía, los campesinos inusitadamente, portando máscaras contra las lluvias ácidas del futuro que amenaza.

Por sus obras los conoceréis. La genialidad salpicada por la ideología de la lucha de clases.

Los engranes de la industrialización que sustituyen al ritmo natural de la fertilidad, y los pueblos del mundo vejados hasta el fondo de un mar de hierros retorcidos; la hambruna como el destino final de una especie humana incapaz de recapitular. Pero igualmente, idiosincráticamente, el paisaje se tiñe de una sonoridad esperanzadora, la sonrisa solar de los pequeños que devoran un taco, un taco que se antoja degustar junto a la redondez de los muslos de las mujeres mestizas, los claveles que se derrumban frente a la violencia del suelo, y todo suelo es truculento, porque detiene la caída natural de las cosas, pero sostiene -paradójicamente- el cuerpo de los héroes caídos durante las gestas pasadas y las que vendrán, engendra al maíz que aguardó el florecimiento de una civilización, es el suelo donde se levanta la mexicanidad; aquella que solventó a un nacionalismo en la castidad de tres genios en constante agitación.

Uno, el coronelazo, explosivo de los ojos refulgentes. Una úlcera supurante que deambuló por esta vida encarando con desparpajo a todas las tiranías, menos la propia, como muchos genios; Siqueiros no fue un hombre sencillo. Incapaz de aceptar el estado de cosas que enmarcó su historia vital, hubo de fabricar una realidad propia, sostenida en la grandilocuencia de las formas, la vida detrás de la vida o enfrente, como la increpación constante que brota desde un potente altavoz emergiendo desde las mazmorras en las legiones límbicas.

 Un puño gigantesco que retuerce a la realidad como en un ataque al miocardio. El otro, el príncipe del overol y la mirada de fauno, el artista enamorado de todas las musas con las que conectó, el hombre que se alzó incansablemente hacia el universo enarbolado por andamios siempre en ascenso. El del humor letal, el marxista a ultranza, que pintó a sus amantes con la mirada de un macho alfa que va colectando amores como rosas al alba, la silueta de batracio incendiándose junto a la hoz y el martillo.

Orozco, el nigromante de la mexicanidad a tope, el sofisticado hechicero que, desde las sombras, dio a luz una versión del mundo donde la justicia se aviene con el arte, el que aguarda desde las alturas en los recintos cupulares, el advenimiento de un mejor futuro, allá junto al espíritu que gira al ritmo de los cuatro elementos. Los tres, ungieron la heroicidad de un pueblo, lo declararon victorioso sobre el despotismo, en el centro mismo de los muros. Los tres, ilustraron visualmente el triunfo de una Revolución perenne, permanente del espíritu al pincel, que obliga a detenerse ante la grandeza de una nación cíclicamente en desgracia, pero también; en constante recomposición. Los tres continúan disertando silenciosamente, entre murmullos fantasmales cuando se apaga la luz de los museos, entonces, nace la vida en el arte; y la esperanza de un mejor mañana.

 

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